El crimen organizado y el intervencionismo estadounidense en la región 

Por Carlos Gutiérrez P.

El uso ilegal de la fuerza por parte del imperialismo estadounidense siempre ha requerido una estrategia comunicacional de estremecimiento público que la legitime de entrada, para operar impunemente en los teatros de operaciones considerados estratégicos, ya sean estos por los recursos básicos existentes o por la importancia geopolítica. 

En la invasión a Cuba en 1898 en la disputa colonial contra España fue el hundimiento del acorazado USS Maine en el puerto de La Habana, la causa fue incierta y nunca se pudo comprobar que fueron los españoles; en la Primera Guerra Mundial la excusa fue el hundimiento del barco civil Lusitania y el famoso telegrama Zimmermann, en el cual Alemania le ofrecía a México entrar en la guerra para recuperar sus territorios anexados por Estados Unidos; la escalada en Vietnam se inició en 1964 con el incidente del golfo de Tonkin, que investigaciones posteriores demostraron que la NSA manipuló la información; más recientemente la acusación de posesión de armas de destrucción masiva en Irak, que nunca pudieron demostrar y significó la invasión de 2003; la relación de causalidad que realizaron entre los ataques a las Torres Gemelas y el gobierno de Afganistán que condujo a la invasión del país; la existencia de armas nucleares en Irán que justificó los bombardeos en alianza con Israel; y ahora es el turno del acecho a Venezuela que es acusada de ser un estado narco-terrorista. 

La famosa preocupación de Estados Unidos por el asunto de las drogas, los carteles y el crimen organizado tiene sus primeros orígenes en el gobierno de Nixon (entre otras por la preocupante situación del consumo de drogas entre la tropas estadounidenses desplegados en Vietnam), con una fuerte injerencia en la política colombiana, que llevó posteriormente a la política de guerra contra las drogas, con una creciente militarización del país, que fue fundiendo en una sola realidad la lucha contra los carteles de la droga y los movimientos insurgentes de carácter político. El resultado fue una escalada en la violencia, militarización de la seguridad interior, expansión regional de las organizaciones criminales y todos los efectos en las violaciones de derechos humanos.

Esta guerra continental contra el crimen organizado y el comercio de las drogas en particular, tiene esferas muy opacas en el ámbito político y judicial. El caso más connotado fue la triangulación de tráfico de drogas entre Estados Unidos, Irán y la contra nicaragüense con fines de derrocamiento del gobierno revolucionario del Frente Sandinista. La relación con el gobernante panameño Antonio Noriega, que terminó en una invasión del país y la captura de su líder anteriormente protegido. 

Así también se descubrieron relaciones y actividades encubiertas de la DEA con fines políticos, a través de la excusa de la lucha contra el tráfico de drogas, como fue la intervención en la Bolivia de los años 2000, con el MAS a la cabeza del gobierno. 

También desde los años 2000, la política estadounidense hacia la región empezó a poner el acento en una reformulación de las amenazas a la seguridad y el papel que en ella deberían jugar las fuerzas armadas. Nos empezamos a llenar de especialistas y documentos que nos mencionaban un largo listado de estas nuevas amenazas, por supuesto entre ellas el tráfico de drogas, trata de personas y otras, que operaban organizadamente a través de organismos nacionales y trasnacionales. 

La receta para abordarlos fue la militarización de la seguridad interior, asignándoles crecientes roles en esta materia a las correspondientes fuerzas armadas nacionales, que también contarían con el oportuno e interesado apoyo técnico y material del Comando Sur de Estados Unidos. Las primeras reticencias de los gobiernos latinoamericanos, paulatinamente fueron decayendo ante la enorme presión del Comando Sur. 

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